Resulta
molesto, y lo seguirá siendo, confesarse ante alguien, pero es necesario y
saludable. Hacemos un acto de fe en que es Jesús quien me habla a través del
sacerdote. ¡Cuántas veces lo hemos experimentado así!,
asegura el cardenal Christoph Schönborn, en su obra Hemos encontrado
Misericordia.
¡De
cuántos males nos podríamos librar yendo al confesor! Qué bueno es confesar lo
que tanto me oprime y hablar de mis problemas para encontrar una luz.
Jesús le dijo a Sor Faustina: “Escribe de Mi
Misericordia. Di a las almas que es en el tribunal de la misericordia donde han
de buscar consuelo; allí tienen lugar los milagros más grandes y se repiten
incesantemente. Para obtener este milagro no hay que hacer una peregrinación
lejana ni celebrar algunos ritos exteriores, sino que basta acercarse con fe a
los pies de Mi representante, y confesarle con fe su miseria y el milagro de la
Misericordia de Dios se manifestará en toda su plenitud. Aunque un alma fuera
como un cadáver descomponiéndose de tal manera que desde el punto de vista
humano no existiera esperanza alguna de restauración y todo estuviese ya
perdido. No es así para Dios. El milagro de la Divina Misericordia restaura a
esa alma en toda su plenitud. Oh infelices que no disfrutan de este milagro de
la Divina Misericordia; lo pedirán en vano cuando sea demasiado tarde” (Diario
de Santa Faustina, 1448).
Schönborn habla de tres disposiciones
personales, necesarias para una buena confesión: Sinceridad, humildad y
obediencia, y se refiere al confesor como el médico del alma. La humildad,
afirma, se encuentra muy próxima a la verdad; se trata de vernos como realmente
somos.
Su misericordia nos espera ardientemente
“Sólo
existe, pues, -explica Schönborn-, un límite para la misericordia de Dios:
creer que es limitada. La gran tentación es la de Caín: “Mi pecado ha sido
demasiado grande” (Gn 4,13) o la de Judas (cfr. Mt 27, 3-10). Ninguna falta es
demasiado grande si se reconoce, se declara y se “echa” a la misericordia de
Dios como a un fuego. Sin embargo, cuando no se expresa, cuando no se confiesa
ni se reconoce, esa falta corroe y es una carga pesada; se convierte en un foco
infeccioso que lo contamina todo de un modo invisible”.
La falta que no se reconoce, ni se declara,
ni se “echa” a la misericordia de Dios, es una carga pesada y corroe: frena y
contamina tanto el desarrollo personal como social.
Sobre el caso concreto de los niños abortados,
afirma el cardenal: “Sólo avanzaremos
cuando el peso de esta falta, cometida millones de veces contra esos niños que
son asesinados, encuentre la misericordia de Dios. Sólo entonces se podrá
afrontar la falta y llamarla por su nombre. Mientras no exista este terrible
juicio: “Matamos niños”, se seguirá experimentando la necesidad de
enmascararla. Es demasiado pesada para cargar con ella. Si nos negamos a
reconocerla, permanece ahí. Lo mismo sucede con toda falta que no se haya
encontrado con la misericordia de Dios. No somos capaces de permitirnos admitir
una falta cuando ésta nos acarrea el menosprecio y la condena públicas. Pero
ante Jesús podemos confesarlo todo, ¡porque sabemos que su misericordia nos
aguarda impaciente!
Jesús
le dijo a Sor Faustina: “Cuando un pecador se dirige a Mi misericordia, aunque
sus pecados sean negros como la noche, Me rinde la mayor gloria y es un honor
para Mi Pasión” (Diario, 378).
En “Hemos encontrado misericordia”, el
cardenal aporta, por tanto, un contenido esencial que responde a nuestra
realidad personal y social más urgente: Hemos de aprender a ver la culpa y hablar
de ella para ser curada, sabiendo que la misericordia de Dios puede superar la
culpa mayor y más grave.
El redescubrimiento de la confesión es más
que un deseo interno de la Iglesia; es importante para toda la sociedad,
concluye Schönborn. Jesús nos espera ardientemente, -y de manera especialísima,
en este tiempo de la Misericordia-, en el Sacramento de la Penitencia o de la
Reconciliación.